31 ago 2009

Antologias del Toro Blanco

Siniestro delirio amar a una sombra
Alejandra Pizarnik


Veo pasar el aire que se escurre entre mis dedos, y todavía presiento un final abrupto de un cuento abrupto de una antología abrupta de una colección de antologías abruptas de una biblioteca de colecciones de antologías abruptas, y así podría seguir enumerando, hacia el infinito, la condición abrupta de un final abrupto. Pero claramente no es eso lo que me trae aquí, cerca de ti, en los bordes que me separan de las líneas que rozan mi espalda, la tuya, la de quien sea, incluso, tal vez, la espalda de la biblioteca de antologías abruptas de cuentos con finales abruptos, pero seguramente, la determinación del espacio no es redundante para este tipo de casos, estoy seguro, que el espacio solo delimita la cercanía al otro cuerpo presente, al otro cuerpo y al otro cuerpo y al otro cuerpo y al otro cuerpo, y así obviamente podría seguir casi hasta el infinito en una enumeración de cuerpos apilados, unos sobre otros, con la notable espera de que el final no prospere hacia algún lugar. El paso de los días me demuestra notablemente mis errores, no haberme perdido aquel día en el bosque, en el que hubiese podido sucumbir en la fauces de un lobo, un oso o en el peor de los casos de un toro, tal vez las del toro blanco que penetra ninfas. El sol no alcanza para darme vida, pero tampoco muerte. La escalera que me toca subir, es áspera y repleta de moho, como las paredes de tu espalda, las de la biblioteca y las de la antología lineal y abrupta que me obliga a predecir el futuro. Veo, veo, veo cuerpos, veo, veo, veo líneas, veo finales, veo abruptas pendientes, veo moho en las hojas de tu libro, veo, veo, veo espejos que devuelven mi cara deforme, mi cara relamida por el viento que castiga mis llagas, veo mi boca-astillas, gemir con el dolor de tu presencia, veo, veo, veo que estoy rodeado de antologías abruptas de cuentos con finales abruptos, por fin me veo, reflejado en un lago de múltiples colores, reflejado al final, donde no hay camino para elegir.


JM. Ka. 9-2009

28 ago 2009


Alli donde la planicie desespera

27 ago 2009

Quiero ser un niño-Iraki


Quiero ser un niño-bomba

sentado sobre

las ruinas de Palestina



Quiero ser un niño –metralla

sentado sobre

las ruinas de Ruanda




Quiero ser un niño-mina

sentado sobre

las ruinas de Malvinas




Quiero ser un pez flotando sobre un rio rojo

teñido con la sangre de los

niños-bomba

niños-metralla

niños-muna

en medio de las ruinas soleadas

de las aldeas soleadas

de las playas soleadas




Quiero flotar sin pedir más

solo estar como se está en el aire

flotando sobre las ruinas que me separan

de lo poco que hay de vida

en mi cuerpo

en mis ojos

en mis brazos

en mis tendones




Quiero sentir mi cuerpo podrido

quiero enterarme de mis heridas

por el estallido

de la metralla

de las bombas

de las minas




Quiero ser un niño-Iraki

siendo torturado

en Abu Ghraib.


JM. Abu Ghraib - Agosto 2009


19 ago 2009

Flores en Santiago, DF y Buenos Aires



La bruma en José León Suarez no es muy diferente a la bruma de José C. Paz, pero lo que las diferencia, es el tono entre verduzco y azulado que asume la primera durante las largas horas de la noche y el inicio de la mañana. La bruma se vuelve azul y empieza a ser poseída por unos leves toques de verde, no un verde cualquiera, incluso ni siquiera un azul cualquiera. La bruma es como una condición necesaria para que José C. Paz sea lo que es. Extrañamente lo único que comparten las dos, es el nombre de José, padre de Jesús. Salir a la mañana acompañado por esa bruma que se sostiene sobre apenas veinte centímetros en José León Suarez es una de las cosas que más le gustan a Johnny Díaz, cargar el cajón con flores sobre el hombro, parar para prenderse un cigarro al tiempo en el que el sueño se apodera del cuerpo agotado del día anterior, son todas acciones repetitivas y constantes a lo largo de las mañanas que le preceden y que le siguen. Johnny camina llevando la estela de bruma en sus zapatos mientras todavía el día no despierta, y el sol todavía no sale, es que hace mucho frio y si no fuese porque Johnny tiene que alimentar diez bocas el tampoco saldría. Camina lentamente como acompañado por una trompeta jazzera. Johnny no sabe que a escasas cuadras de su casa se sucedieron los fusilamientos famosos, aquellos que narra Walsh en su ya famoso libro Operación Masacre, ni mucho menos conoce a Walsh, es que tuvo que dejar la escuela antes de la secundaria para salir a ganarse unos mangos para ayudar al padre que había perdido el trabajo de sereno en un club de San Martin. Camina hasta la estación y allí están el resto de sus compañeros de trabajo, todos pibes de entre quince y treinta años que intentan ganarse un mango vendiendo flores en los barrios de clase media y media alta de Buenos Aires. Se suben al tren sin pagar el boleto, obviamente Ricardo el boletero los conoce de toda la vida y sabe bien cuál es la situación de cada uno. El tren se mueve cansado por las vías también cansadas, todas las personas suben, nadie baja antes de Retiro. El tren parece convertido en un gran agujero negro que va absorbiendo a los pasajeros, a las pocos asientos decentes, a lo poco que todavía lo identifica tren. También funcionaria como una manojo de chapas en movimiento, todas enganchadas con alambre para sostenerlas al vaivén de las vías, al vaivén del olvido.


Retiro a las ocho de la mañana es una mezcla total de objetos y sujetos que se chocan entre sí como si solo fuesen parte de un decorado extraño, ya ni el sol se filtra, aun todavía la sombra del Sheraton se proyecta sobre parte de Retiro, aun todavía el sol no quiere escapar de las garras intrincadas de los rascacielos de las multinacionales. La gente sale apurada con la esperanza de que el edificio de trabajo haya sido demolido con todos los patrones adentro, con todos esos supervisores de mierda que lo único que quieran es gozar dando órdenes, total las esperanzas de progreso ya han sido demolidas tiempo atrás, siempre progresan los mismos y siempre fracasan los mismos. Johnny está parado en la plaza hablando con sus compañeros, algunos partirán hacia Recoleta, los otros hacia Palermo, incluso alguno, tal vez, camine hasta Caballito o Villa Crespo, o se quede rondando por el centro, tal vez, algún boludo le compre una planta solo por lastima, aunque después la tire por ahí o se la deje olvidada arriba de un banco en la Plaza San Martin. Johnny camina con “el flaco” Domínguez al lado que se divierte intentando patear las palomas mugrosas que se apiñaban cada tanto alrededor de algún cacho irreconocible de comida. Los autos producen un bullicio de fondo que solo hace un poco más difícil la charla.


Los primeros recuerdos del Cape son bastante lejos, y tal vez, se remonten a mi niñez en un barrio de clase media en las afueras de Campana. Ariel del Plata para nosotros era nuestra ciudad, allí no había nada pero si una línea divisoria imaginaria que separaba nuestra existencia de la resto de las personas de Campana. No era una línea divisoria cualquiera, sino aquellas líneas que separan inimaginablemente a los hinchas de algún club de sus contrincantes, o de los de una ciudad a otra. Si bien Ariel del Plata estaba dentro del Partido de Campana para nosotros era otro espacio en el que habitamos, uno mucho más surrealista como diverso, allí jugar al futbol o caminar los escasos veinte metros que nos separaban, a mí y mis hermanos, de la biblioteca eran parte de una existencia diferente y otra. Recuerdo el Cape en la puerta de casa, jugando al futbol, o años más tarde intentando sus primeras pruebas en skate. Después la larga desaparición y volver a cruzármelo en el patio de un jardín en el Barrio Siderca fumando porro o tomando cerveza a las tres de la tarde. Mucho tiempo después al Cape lo encontré en mi departamento que pasaba de visita, ese día nos contó de sus viajes a fiestas electrónicas perdidas en media de la selva, de los efectos del cucumelo y de la ayahuasca, ambas que había probado en los diferentes viajes a Misiones y Corrientes. Unos meses más tarde me lo encontré de nuevo en la Plaza que está entre Córdoba y Paraguay. Yo iba a cursar y el Cape estaba sentado en uno de los bancos a la sombra, cuando me vio se me vino disparado, por un momento pensé que iba a pedirme plata o en el mejor de los casos a me invitaría a tomar una cerveza. Pero no, el Cape solo quería un rato de compañía, estaba haciendo tiempo para ir a buscar a su novia no se adonde. Me contó que pensaba irse con una camioneta transformada en estudio y emular aquel mítico viaje de Violeta Parra grabando a todos los cantantes campesinos que se cruzaba. Después el Cape desapareció por Córdoba con dirección indecisa, se dio vuelta unas cuantas veces gritándome cosas que no pude escuchar. Yo esa tarde seguí hacia Tucumán para cursar otro bodrio de la facultad. Cape no es cualquier pequebu consumidor de drogas, ni siquiera cualquier vago que vive del aire, el Cape es un especie de engendro de transformaciones constantes. Recuerdo una vuelta en la terraza de mis amigos formoseños que yo les contaba del Cape y el Gorder me dijo que él lo había conocido en los primeros años en Buenos Aires a lo largo del circuito punk-under. De esos tiempos recordaba diferentes historias, desde una pelea callejera con unos pseudos nazis en Plaza Flores, hasta una discusión del todo arbitraria sobre las dimensiones del punk actual, incluso sobre las posibilidades del noise en el under capitalino. Pero siempre el under es un rejunte de ratas apestosas con topos almidonados de Plazas bohemias. Incluso, para ser justo, en el under cualquier imbécil es prometedor durante los primeros veinte minutos de charla, el resto del tiempo se transforma en una especie de vampiro con olor a perfumes baratos de vino baratos. Mi amigo Pablo me conto que hoy el Cape está viviendo en una choza en medio de los bosques del Bolsón, allí donde fueron a parar algunos pequebus que intentaron emular viejas ideas hippies tamizadas con artesanías superfluas.


A las doce del mediodía Johnny hizo la parada obligada en el Parque Las Heras. No había vendido una sola planta, además no había podido garronear ni siquiera un cigarro para entorpecer la panza durante un tiempo. Se sentó en uno de los bancos y miraba pasar las chicas lindas de Recoleta o Palermo, según como se mire el Parque o las chicas. El ladrido de los perros lo estaba aturdiendo y el olor a mierda se mezclaba con el humo de los autos transformando el ambiente en una mezcla bizarra de Retiro con la costanera de Quilmes, solo que no había agua, y ni siquiera una brisa despistada. Johnny logro manguearle un pucho a un viejo que miraba sentado, al igual que él, las chicas, o tal vez, los perros, los paseadores, la calle, el ruido, porque a este punto el ruido se ve, la gente lo puede ver cuando le taladra los oídos. Johnny se sentó al lado del viejo, este le preguntó si había vendido algo, él le respondió que no, y con una frase que se le clavo en la retina, “no viejo, acá te comen los piojos si te das vuelta”, el viejo se rio mostrando los dientes amarillos. Johnny se imagino al viejo haciéndose buches con kerosene en un baño poco reluciente de un dos ambientes con vista a la plaza, se lo imaginó pajeandose mirando por la ventana las chicas pasar, o tal vez, viendo a la vecina cambiarse o cogiendo con su novio, esposo o amante, lo mismo da. No hay muchas cosas que diferencia a Johnny de Matías “el mordaza” Ramírez, ambos viajan para vender lo poco que tienen, ambos vuelven a sus mismos hogares con lo poco que tienen, ambos conocen el sufrimiento y la mentira de la política, ambos son la factura de un pasado no tan lejano. “El mordaza” viaja en tren, desciende en DF y vende sus flores en cualquier calle, las camina al igual que Johnny esperando encontrarse a la vuelta de la esquina, con una sombra, una demasiado grande como para teñir con la sola presencia el paso final. Tal vez ambos no se conozcan, como tampoco conozcan a Damián “piltrafita” Hernández, quien toma el Transantiago con solo una hora de diferencia de Johnny y se baja para vender sus flores en la primera esquina que lo tome por sorpresa. El no vive en “las casitas del barrio alto” de las que habla Jara, el vive allí donde el Rio Mapocho descarga las mierdas atormentadas de la noche, allí donde las ratas se acumulan como lapidas inertes. No es muy diferente a la Colonia donde creció y seguramente muera “el mordaza”, incluso no es muy diferente a la villa donde comulga Johnny los domingos, para pedir a Dios que le devuelve algo de todo lo que le robo. Incluso si solo cambiásemos los nombres y los trabajos, no cambiaría nada en todo el paisaje, la clase media seguiría acumulando racismo en sus venas, las clases pobres seguirían viajando en trenes o colectivos destartalados, vendiendo cualquier cosa para subsistir, y la derecha tomando champagne en copas de cristal, mientras se masturba mirando videos porno de nenas violadas por curas pedófilos.


Sobre el Cape no hay mucho más que contar, tal vez en este momento este construyendo una canoa para remar hasta la Isla de la Pascua, incluso tal vez, este comprándole alguna flor al “mordaza” o a “piltrafita”, a Johnny seguro que no, aseguró que nunca más volvería a Buenos Aires. Los bosques del sur son la comarca para duendes o para pinos en masa de estancieros aburridos.

Jeremías Maggi – Buenos Aires – Agosto 2009

17 ago 2009

Algas y espectros en Arroyo La Cruz


El rió estanco yace
sobre el
lecho de mis ojos
los espectros se mueven dejando
surcar mi cuerpo
lecho barroso y castigado
por las algas que flotan sobre mi cara
escarcha azulada
el reflejo de lánguidos
arboles
pálidos, se extrañan
sobre mis labios heridos de tanto
pedir
por mi libertad
de estas horrendas algas
que crecen de mi lengua herida



mis manos tiemblan con
solo sentir
el tin tineo del rió
sobre mis sombra
langostas desean el ser
que es penetrado por el aire
espeso que se acumula sobre el agua-estaca
que me aprisiona
me encierra en sus algas
sus espectros se posan
agazapados sobre mis heridas



la inmensidad se oscurece
tentada por las
astillas oscuras
que recorren mi cuerpo
el pasaje a otra eternidad que me espera
tenue sobre mis brazos partidos
mi lengua perforada por las algas-astillas
mi voz vierte el nervio oscuro del sauce
en el barro de un
rió desecho por la falta
de una consistencia
inmensa.


Jeremias. Agosto - 2009 - En las riberas del Arroyo La cruz

8 ago 2009

En una calle abandona


En una calle abandonada de Perú, México, Bolivia o Chile
Un poeta juega, juega a pensar
A pensar en el fin


En una calle abandonada de Chile, Argentina, Colombia o Guatemala
Un músico juega a romper
A romper el sonido en quiebres ausentes


En un calle abandonada de Ecuador, Venezuela, Panamá o Jamaica
Una niña juega a una Rayuela eterna


En un calle abandonada de Cuba, Uruguay, Brasil o Nicaragua
Una niña juega, juega a sentir
A sentir la ropa del sueño desdicha de la moda


En un calle abandonada
En una calle, en cualquier calle
A veces jugamos a morir mirando.

6 ago 2009

Estación Santiago Hidalgo


Sombras imaginarias

Nicanor Parra



Salir por la ventana, cruzar la calle, esquivar el gato, volver a entrar por otra ventana en otra casa no muy lejana, abrir una puerta, abrir otra, mear, mirar el espejo, bajar las escaleras, salir por la ventana del sótano, abrir una puerta de rejas, caminar dos cuadras, cruzar la calle, esquivar un perro muerto, una bolsa de basura, otra, volver a cruzar la calle y entrar por una puerta de rejas verdes, tocar el timbre y sentarse. Todas estas acciones las podría llevar a cabo cualquier sujeto en cualquier lugar, en cualquier momento del día, incluso bajo lluvia o un sol cancerígeno, o también bajo la nieve o una espesa niebla. Pero solo para Santiago Hidalgo tenían esa sensación especial de sentirse plenamente en vida. Esa sensación que sintió Walser en el hospicio de Herisau o el chileno, vecino de mi editor, trabajando como recolector de basura en Santiago de Chile. Santiago Hidalgo, que paradójicamente llevaba el apellido de José Alberto Hidalgo mítico poeta de la Patagonia, no tenía ninguna relación con la poesía y mucho menos con la literatura, la última vez que había leído un libro había sido cuando tenía trece años y su tía le había regalado uno de esos libros de Elije tu propia aventura, que intentaban burdamente emular a Rayuela de Julio Cortazar. Santiago estaba esa tarde sentado en una casa media derruida cerca de la estación de William Morris, abajo del sauce que estaba anclado en la puerta esperaba a Sebastián. Como no venia se entretuvo jugando con unas piedritas, recordaba vagamente como se jugaba a la Payana pero había optado por inventar un nuevo juego, las reglas eran simples. Para jugarlo eran necesarias cinco piedras y un poco de voluntad, el juego consistía en tirar las piedras a una distancia prudencialmente alejada, teniendo en cuenta que después había que pegarle con la otra piedra a esa, y así sucesivamente siempre la piedra tirada tenía que dar con la anterior a ella. Obviamente el juego resultó divertido los primeros dos minutos, después un fiasco que lo aburrió notablemente, por eso decidió irse de una corrida al quiosco a comprar unos cigarros y unos caramelos, Sebastián seguro que se estaba pajeando mirando una de esa revistas pornos que le había traído el tío de Brasil hacia poco. De nuevo cruzar la calle, sonreír, mirar las piernas de Mariana, la morocha que vuelve loco al barrio, abrir la puerta del quiosco, pedir cigarrillos para la madre, pagar, saludar, pisar la vereda, cruzar la calle, esquivar un perro sediento en busca de agua, y sentarse abajo del sauce, mirar las piedritas con las que estaba jugando y de nuevo esperar a Sebastián.


Las tres salieron de la casa de Tamara con la misma sensación, sorpresa. Nadie había comprendido muy bien pero evidentemente había sucedido, Tamara había perdido la virginidad la noche anterior con Pancho, ella aseguraba estar completamente enamorada, aunque ellas decían que estaba completamente estupidizada, Pancho no era ni lindo, ni bueno, era un engreído de morondanga y encima un estúpido eficaz ¿Cómo había sucedido semejante caos en sus vidas? No lo sabían, lo que si sabían es que todas habían jurado bajo la cruz de la capilla de Comodoro Rivadavia que iban a llegar vírgenes al casamiento. Caminaron las tres cuadras que las separan con la Iglesia sin mirarse y sin siquiera hablarse, se sentían abatidas por una traición demasiado verdadera, asqueadas por la historia asquerosa que les había contado Tamara, frustradas en su camino a Dios. Entraron en la Iglesia, no había nadie, ni siquiera una sombra del gato de Carlos, el cura, o al menos el ruido de los pasos de Julián, el sacristán. Las tres se arrodillaron debajo de la cruz y rezaron. Una vez que terminaron se miraron y volvieron a jurarse que ninguna mas traicionaría el pacto de Comodoro Rivadavia. Salieron y cada cual se fue para su casa. Mientras caminaba, Sofía reflexionó sobre la situación que había vivido esa tarde. “Cruzar la calle, detenerse frente a un árbol, mirar el cielo que Dios creó, mirar el aire que Dios creó, mirar las nubes antojadizas que Dios creó, mirar las maravillas que Dios creó y pensar que ella traicionó el pacto con Él, no era un pacto entre nosotros solas, sino, entre nosotras y Él, el omnipresente y omnipotente, Él que nos engendro, habíamos jurado bajo esa cruz maciza de cedro de la Iglesia de Comodoro Rivadavia, en el primer retiro al que fuimos todas juntas. Recuerdo todavía cuando nos sentamos abajo del Álamo a tomar mate y optamos por Él, nos juramos por nuestra vida que ese era el camino correcto, el camino verdadero. “


Santiago Hidalgo vivía en William Morris, pero bien podría haber vivido en Planicie Banderitas de Rodrigo Fresan, o también en Esteban Echeverría, o simplemente cualquier pueblo ubicado en el conurbano bonaerense olvidado a su suerte, como Villa Celina de Juan Icardona. No es que se sentía preocupado por su ciudad, simplemente el tema estaba en que su caminar no era el del resto de William Morris, era un caminar como vagar, en fin parecía un caminar a lo Walser o un andar frenético de los personajes de Fresan, es que Santiago Hidalgo vivía sus calles de otra manera, con demasiada importancia. Como si ellas fuesen parte extravagante en su existencia. Santiago casi no pisaba las baldosas, ni mucho menos ejercía presión contra ellas, simplemente se arrastraba como una yarará en medio de la maleza de las Islas del Paraná. Hacía rato que no sentía deseos por las otras chicas, ni mucho menos por otros chicos, es que la trágica relación con Sofía lo había llevado hasta sus limites. Cerca de las vías el tren los árboles crecían como moscas y tal vez ahuyentaban a las mismas. Su pasatiempo preferido, consistía en sentarse y fumar mientras miraba pasar los trenes. Mirar, prender un cigarrillo, caminar por las vías calientes una vez que el tren paso, sentarse en los rieles, caminar, cruzar las vías, la barrera, las chicas, esquivar un perro, otro perro, otro perro, un gato, mirar el cielo y mirar como las chicas caminan hacia la Iglesia o a cualquier otra parte, pensar y sentarse nuevamente a fumar un cigarrillo debajo del sauce al frente de las vías para ver pasar los trenes. Todas estas acciones tranquilamente las podría haber llevado Damián o Santiago, pero solo para Santiago resultaban de cabal importancia para comprender la cadencia en el paso lúgubre de los trenes, los mismos que habían asesinado a Sofía. Santiago era el que tenía la mejor puntería del barrio, solía matar las moscas con solo mirarlas, casi como mi amigo Rolando que mata palomas con solo mirarlas. De chico su puntería era maravillosa, ya de grande fue disminuyendo sin por ello dejar de dar en el blanco que quisiera. Con las chicas el tema fue diferente, extraño y tímido, nunca pudo enfrentar las cosas que sentía y solo salio un tiempo con Sofía, quien murió aplastado en las vías del tren al enterarse de que estaba embarazada. Nunca se supo si fue un suicidio o un simple accidente. Para Santiago Hidalgo fue un asesinato premeditado por una locomotora sedienta de sangre.


Gabriela volvía a casa totalmente indignada, sus piernas le temblaban de la rabia. Paró en la despensa de la esquina recordando de pura casualidad el mandado que debía hacerle a su madre. Entrar, comprar, pagar, salir. Nuevamente en la calle, el sol ya no quemaba y caía suavemente sobre los techos de zinc, durante un rato se quedó mirando como las nubes se reflejaban en un charco enorme que yacía en medio de la calle. Moverse, tambalearse, pendular, pasar, volver a reflejarse, pendular en el agua sucia, reflejarse e irse sin dejar ningún rastro del paso por el mismo. Pensó que afortunada que eran las nubes al estar tan cerca de Dios, de la Virgen y el Espíritu Santo. Se imagino al lado de las nubes, o mejor posada sobre sus gomosas existencias. “Entes perfectos que Dios creó”, pensó para dentro aunque hubiese querido gritarlo, tan fuerte, que cualquiera en cualquier aposento del barrio escuchase sus gritos. Cruzar la calle, apretar los puños, querer gritar y darse cuenta que no hay voz para semejante grito, que no hay vos para semejante realidad, pensar, subir a la vereda, ver las nubes, subir la vista, bajar la vista, abrir la puerta de rejas azules, caminar por el sendero, tocar el timbre, esperar, entrar, saludar, caminar hasta la cocina y dejar el pan. Subió la escalera, miró la cruz de madera que le había regalado su tía en su comunión y pensó que Jesús estaría muy decepcionada con Tamara. “Seguramente lo debe estar, tan trola no puede ser”, se sentó en la cama, se arrodillo en el piso, apoyó sus codos sobre el acolchado que cubría su nuevo somier, y se puso a rezar, por Tamara, “Ojala que lo pierda padre… Padre nuestro…. Santificado… Padre… Cuantos dolores… escucha mis ruegos… por favor padre por favor…”


Santiago Hidalgo salio esa tarde tipo cuatro de su casa. Las calles todavía adormitaban junto a la modorra general de la siesta. El sol caía suave sobre las hojas y aunque por momentos parecía ocultarse entre las casas se sentía demasiado espeso. Caminar, cruzar la calle, caminar nuevamente. Santiago tomó rumbo a las vías del tren, debajo de aquel sauce. Comprar cigarrillos, decir que son para tu madre que fuma Jockey pero vos compras Lucky por que son mas suaves y tienen mejor gusto, caminar, cruzar la calle, mirar los perros arrostizandose al sol, esquivar una bolsa de basura que quedó de la noche anterior, y volver a cruzar la calle, subir la vereda, pararse a mirar el cordón y el agua correr. Se sentó debajo del sauce, prendió un cigarrillo y vio el paso del tren de las cuatro y diecisiete. El maquinista lo miró y por un momento sus miradas se cruzaron. La del maquinista dejaba escapar un dejo de tristeza y envidia, en cambio la de él, simplemente un halo de misterio. El maquinista seguro que se preguntaba quien era el extraño personaje, que se sentaba debajo del sauce a la altura de William Morris y que solo miraba el tren mientras fumaba un cigarrillo. Solo miraba el paso furtivo de la formación, el viento rozar la locomotora, la gente en silencio cansada del día, el bullicio de los rieles y el quejido de las ruedas ya viejas. Santiago en cambio pensaba en lo que extraño que era ser un maquinista de un tren fantasma, que se detenía cada tanto en pueblos fantasmas, donde fantasmas se subían y se bajaban, como si estuviesen jugando como con miedo a desafiar muy pronto las lógicas de la racionalidad. Santiago sentado en cuclillas fumaba el cigarrillo esperando que el tren deje de pasar, desaparezca con rumbo noroeste, incierto, tal vez.


Tamara Díaz se levantó a las cinco. Rezar, vestirse, mirarse en el espejo, lavarse los dientes, bajar, saludar, cocinar, hacerse un café con leche, subir, vestirse, volver a bajar, abrir la puerta de calle, abrir las rejas pintadas con antioxido, caminar por la vereda hasta la esquina, cruzar la calle, volver a subir a la vereda, esquivar el charco de agua que esta en la puerta de la casa de Matías, caminar, cruzar la calle, llegar a las vías, mirar un tren, dos, tres, cuatro, cinco trenes y van, se va la mañana, comer algo en la despensa de al lado de la estación, volver a las vías. “¿Que carajo mira el tarado del sauce?”, pensó Tamara mientras apoyaba la cabeza sobre los rieles del tren.


Jeremias Maggi

Buenos Aires – Agosto 2009