21 abr 2011

Un perro se puso ladrar furioso a su paso, parecía haber visto su propia sombra, su propia imagen, una enfermedad común en algunos mamíferos que parecen enloquecer para siempre cuando se ven a si mismos presentes en dos lugares diferentes sin disimulo, en cambio otros se transforman para siempre y vagan por ahí como enfermos de felicidad. Una vez de chico había visto a unas cuantas cabras que vivían sueltas por las montañas, sin dueños, sin casi posibilidad de presenciar otra cosa que su sola existencia. En uno de los pueblos cercanos a su ciudad un chico decía haberse visto el mismo en el bosque, como un doble, rápidamente lo destinaron a un encierro de claustro, al silencio mas espeso y penetrante. El cuarto donde vivía se había convertido en una especie de tumba ancestral, ahí se encontraban los huesos y cenizas de sus ancestros, las ropas de sus tías, los zapatos de su madre, las hachas de su padre y sus hermanos, las botas de sus primos, los frescos de su abuelo, una pieza convertida en un museo sin visitantes, una obra destinada a la contemplación de aquel que se contempla plácidamente en el bosque, una obra tenebrosa y por momentos aburrida, destinadas hacia el fin de los tiempos cuando los ángeles bajen de los cielos para comandar las huestes del juicio, la delicadeza de los tiempos divinos.

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