17 may 2011

Y si en la esquina son cuatro, todos de la misma edad o tal vez uno solo mas chico. Son las tres de la tarde y el olor a humedad se conjuga con la neblina levantada por el ultimo auto que paso media hora atrás. Estoy en la puerta de la casa de Hortacio, aunque, a decir verdad, la ex casa. Hortacio apareció flotando en el Río Matanza entre ramas y pescados asfixiados por la estadía imperfecta en un río casi vació. Según la Policía Hortacio se tiro a nadar a las tres de la mañana y con dos grados bajo cero, murió ahogado, o de los golpes al chocar contra las ramas, o de hipotermia, o de casi nada que se les pueda ocurrir. Según la madre a Hortacio lo secuestro y lo mato la Policía. Anduvo con ese cuento dos días, después el mas chico de sus hijos, Jonhatan, apareció molido a palos. A esa vieja se le fueron las ganas de joder, dijeron que escucharon a dos policías bonaerenses mientras compraban cigarrillos en un kiosco a veinte cuadras. También podrían haber estado hablando de la otra vieja, la que vive a dos cuadras de la ex casa de Hortacio, Sofia, tiene cincuenta años y seis hijos, ya va por el segundo que recoje flotando en el Río Matanza. O tal vez simplemente hablaban de lo podrido que estaban de ejercer su noble oficio. Las persianas están bajas, la puerta parece cerrada y sellada como si adentro hubiese sucedido en algo horrendo, una violación en masa, un genocidio entero o simplemente la entrada de un rayo de sol. Al tocarlo el ruido seco se expande, las maderas parecen pernoctar en su antigüedad, la puerta, áspera y pintada de blanco, con la Virgen Maria a uno de los lados parece no significar una mierda, una entera propuesta hacia la nada. A las seis una señora parece medir la distancia entre la reja y la puerta, dos metros, dos metros treinta para ser precisos, casi ocho pies, los suficiente para tomar carrera y perderse entre los arbustos o atrás de un auto o tirarse al Río Matanza con tres grados bajo cero. La vieja entra, intento impedir que cierre la puerta, clavo mi pie junto al borde. La vieja se pierde en la oscuridad, por un momento creo que va a volver, al menos a hablar. Adentro la bruma y la humedad se confunden con la oscuridad, no parece haber muebles, o al menos, no se logran ver desde la pequeña porción abierta de puerta que deja, el frió parece confundirse con el viento, a este punto es difícil saber si entra o sale, si se queda ahí como si nada o no. Detrás de la puerta se oyen pasos, la empujo y es un chico de unos quince años, vestido con zapatillas y ropa deportiva, me apunta con una escopeta con dos cañones, una marca segura de la muerte o la desesperación. Intento explicarle pero es en vano, el no responde solo atina a mover y posarme el caño frió en el pecho. Seguramente un conjunto de perdigones desparramados a esa distancia me dejarían del otro lado de la reja, o en el mejor de los casos desparramarían mis sesos y mis vísceras por toda la vereda. Una forma digna de morir.

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