28 jun 2011

Imaginaria


Aquellos que aquí vayan a entrar dejen atrás tanto cuanto les sea necesario. Aquí no hay carteles de ingreso ni de egreso, no hay estadísticas ni números de aficionados al arte de contar, aquí solo quedan aquellos que atrás dejaron la valentía del cruzar. Aquí llegan en cientos de cientos y de aquí se van en cientos de cientos, que es como decir, que de aquí nadie sale ni nadie entra.

Juan Alerto Rodriguez llego con siete años a Imaginaria, ese fue el tiempo que le tomo a su madre cruzar desde la frontera sur de México y Guatemala hasta la frontera norte de México y Estados Unidos. El tiempo justo y necesario para prostituirse en Tenosique, para ser violada unas cuantas veces en el trayecto de la Arrocera, para encerrarse en una de las tantos cenotes de Quintana Roo, para errar el camino y volver, para escuchar tantas veces como sea necesario las palabras narcotráfico, policía, corrupción y política. Las veces para verle la cara a Dios aunque este no la haya visto, el tiempo que le llevo a Juan hacerse grande para caminar por el desierto sin llorar. Juan Alerto o pequeño como lo apodaron los últimos coyotes que los estafaron en el medio del desierto. Lo primero que le sorprendió de Imaginaria fue ese bullicio que se poco a poco contrastaba con el silencio del desierto, esa conjunción de fuentes de sonido que lo volvían atractivo. Mejor despertar de un sueño que de la vida misma, pensó o tal vez, simplemente, lo escucho en boca de uno de los tantos guatemaltecos o salvadoreños que nutrían ese grupo desparejo que caminaba bajo la noche de la luna llena al otro lado de la frontera. Atrás habían dejado a esos pueblos fantasmas que en algún momento se habían dedicado al jitomate o al chile o simplemente a nada, a quedarse ahí esperando la vuelta del Comandante de la División del Norte, el mismísimo Pancho Villa. Pueblos donde los viejos parecían mas viejos y los jóvenes, meros viejos como dijo uno de ellos debajo de un techo a punto de caerse a pedazos sobre todos, incluso sobre el mismismo día. Pequeño no se había quejado en todo el viaje, tres días de caminar y correr ininterrumpidamente, tres días de dar vueltas y vueltas sin saber si el norte era hacia donde iban o ya habían vuelto a México y de golpe iban a aparecer en la Guatemala natal, el desierto es así, le dijo un coyote antes de perderse detrás de unos arbustos. El grupo se detuvo a esperarlo, dos minutos, dos horas, dos días, dos noches, y podrían haberse quedado a esperarlo dos años o dos mil mas y nadie hubiesen sabido de el. Unos cuantos lloraron, futuros jardineros del norte, electricistas los pocos, futuros albañiles o limpiadores de silos en el sur, unos pocos mantuvieron la mente fría y se largaron corriendo hacia el sur, seguramente murieron a las horas masticados sus huesos por las pericias de las aves de rapiña. Pequeño se abrazo a una roca y fue ahí que sintió el bullicio a lo lejos, el latir en la roca como aquellos ladrones que posan el oído en las cajas fuertes para escuchar el engranaje de las mismas. Es en esos momentos en que los seres predestinados pasan a la acción y donde las creencias se vuelven mas laxas, cualquier ser que diga que escucha cosas adentro de un roca merece una justificada atención. Obviamente los pocos escépticos aceptaron el destino de seguir a Pequeño en medio del desierto posando el oído cada tanto en cuanta diminuta roca que se le cruzase.

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