Ese día yo leía a Saer mirando por la ventana el paso de los autos, andaba escribiendo un cuento sobre dos automovilistas que chochaban y enseguida se trenzaban en una discusión sobre Wittgenstein, después se ponían a luchar con unos sables de samurái mientras recitaban haikus japoneses. El viejo entró arrastrando su pijama y se sentó en mi mesa. Preguntó si molestaba, apoyó su paquete de puchos, pidió un café y me compró un café con leche con medialunas, el cual no rechacé vista mi condición de pobreza que arrastraba. El viejo en solo dos horas se fumó el paquete entero y después de saludarme se fue caminando en dirección a una casona que crecía esquivando las sombras. Lo seguí con mi mirada y la curiosidad pudo más. Me levanté, salí caminando despacio y compré unos caramelos en un quiosco enfrente de la casona. Los viejos caminaban como idos. Atrapados en su propia vida, atrapados por sus propios demonios.
J.M. 2009
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