31 jul 2009

De Wittgenstein y haikus

El viejo entró y se sentó en una de las mesas que daba a la calle, abrió el paquete, se prendió un pucho, después otro, después otro y después otro. Solo pidió un café. Miraba de reojos a las chicas pasar, sus piernas, sus miradas y sus sonrisas. A las dos horas se levantó, arrastró su pijama tras sí y se fue caminando lentamente hacia la casona que crecía como aturdida en medio de los edificios. Ni siquiera tocó el timbre, solo se acercó a la puerta, pasó su mano por debajo del picaporte y lo abrió desde adentro. Una vez allí se incorporó a la marea de viejos que se apiñaban como idos.

Ese día yo leía a Saer mirando por la ventana el paso de los autos, andaba escribiendo un cuento sobre dos automovilistas que chochaban y enseguida se trenzaban en una discusión sobre Wittgenstein, después se ponían a luchar con unos sables de samurái mientras recitaban haikus japoneses. El viejo entró arrastrando su pijama y se sentó en mi mesa. Preguntó si molestaba, apoyó su paquete de puchos, pidió un café y me compró un café con leche con medialunas, el cual no rechacé vista mi condición de pobreza que arrastraba. El viejo en solo dos horas se fumó el paquete entero y después de saludarme se fue caminando en dirección a una casona que crecía esquivando las sombras. Lo seguí con mi mirada y la curiosidad pudo más. Me levanté, salí caminando despacio y compré unos caramelos en un quiosco enfrente de la casona. Los viejos caminaban como idos. Atrapados en su propia vida, atrapados por sus propios demonios.


J.M. 2009

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