21 oct 2009

El viejo Oswald


El cielo estaba negro, al igual que cualquiera de los pedazos de tierra que comparten dicha latitud. Las estrellas acá no marcan ningún rumbo, ningún destino, acá no hay navegantes que necesiten de las mismas, acá solo hay mineros que ya ni recuerdan el rugido del mar por las noches. Sólo el frio se vuelve común a todas las manos curtidas y lastimadas por el tiempo y todas esas cosas que lastiman. Ese frio como espinas, que te da duro y que se te clava ahí nomas, en medio de los nudillos. La pieza está casi vacía, sólo sillas apiladas en algún rincón de por ahí. Pero en medio del desierto nadie confunde nada con nada, todos saben bien un poco de todo. A lo lejos se escuchan algunas risas que parecen grabadas en algún formato especial. En total suman diez, un poco mucho para un comité editorial de una revista de poesía en medio del desierto de Atacama. Ya eran cuatro, el número justo para empezar con las anécdotas, siguiendo las reglas del anecdotario, solo alcanza con tres y él que la cuenta para que una anécdota sea tomada por verdad. Así empezó Oswald. Contó el origen de sus cicatrices en las manos y en los pies, origen relacionado primero con su oficio de cavador de trincheras durante la Primera Guerra Mundial y después cavador de fosas comunes, mientras se pasaba los dedos por sus bigotes rubios insistía diciendo, “después vinieron los nazis y cagaron todo, todo de todo, ahora los alemanes no son más que unas ratas racistas para el resto del mundo” y como si fuese un soplo, “para el resto del mundo”, su bigote manchado por la nicotina, su cuerpo enorme que se movía como si todavía sintiera la pala en sus manos, como si todavía sintiera el barro helado en su botas en algún lugar del frente. Todos escuchaban con atención y alguno que otro se le escapo una de esas lagrimas espesas, que caen como el sueño a la noche. El resto del grupo llego un poco más tarde, las charlas habían derivado en diferentes anécdotas sobre poetas alemanes y soviéticos revoleándose poemas de trinchera a trinchera en la puerta de Leningrado. El Comité ya estaba armado, los diez integrantes se preparaban para seleccionar las poesías y dibujos que compondrían la primera revista de poesía del amplio desierto de Atacama, el nombre de mas esta decir no tiene que ver con los mineros, ni siquiera con la poesía o la pintura de moda. Átame a la Cama. A quien se le ocurrió, nadie lo sabe, tal vez a alguno de esas piltrafas que vinieron durante un tiempo y después desaparecieron como tragados por los pozos o los aires primaverales de la costa. En el desierto nadie queda durante el verano, todos corren desesperados en busca de un poco de aire para no se sabe que mierda. El primer número estaría dedicado, supuestamente, todas las revistas de poesías siempre son suposiciones, nunca llegan a buen término, incluso, aquellas que mas duran. Como les decía, el primer número, estaría dedicado a la poesía de trinchera, “los mineros tienen mucho de cavadores de trincheras, y la poesía es también una fosa que da miedo, ahí en el fondo adonde nadie quiere ir, porque las fosas están repletas de demonios, por eso el poeta cava fosas, así se vuelve valiente, se imagina en una trinchera pero llena de demonios”, de esta manera, Oswald, solía resumir la idea del primer número, el resto, solía acordar con la mirada, una tras otra parecían parte del ejercito de terracota chino. Oswald sacaba del morral una vieja revista de poesía mexicana, Diálogos, la tapa verde con algunos dibujos escuetos, un diseño minimalista y unos grandes colaboradores, Pizarnik, Bretch, Sontag, Cardenal y otros, “aunque con esos cualquier cosa hubiese salido bien, incluso un robo a un banco o un ejército de fantasmas, cualquier cosa”, aunque ninguno de los nueve mineros tenía idea de quienes eran los que había nombrado el alemán, todos estaban convencidos de que era gente que valía la pena, o al menos, así parecía en la voz de Oswald. “El silencio siempre es demoledor”, la dejo picando Octavio antes de deslizarse entre las sillas, y dejar su propia sombra un rato, ahí sola, sobre una de las paredes, Octavio desapareció por la puerta y poco a poco, uno a uno, fueron escurriéndose por la puerta, ahí nomas, se fueron yendo cada cual acompañado a su manera.

Jeremías. Octubre 2009

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