21 feb 2010

3:30


Juan se despertó temprano. El sol entraba por una de las tres ventanas que daban al patio. Apoyo los pies en la alfombra mugrienta y corrió una de las tantas botellas de cerveza que se amontonaban debajo de la cama. Se levanto, se miro en el espejo y noto como el sol le daba en sus piernas que adquirían un aire sumamente artificial, cualquiera las hubiera confundido con dos prótesis mal pintadas. Camino hasta al armario y dudo entre un tapado largo o su buzo canguro negro con las mangas agujereadas. Cuando se decidió por el buzo, después de un lapsus donde recordó la vez que se engancho con la puerta y la manga termino rajada en dos, como si un caníbal se le hubiese colgado de la misma se dirigió a la cocina. Puso el agua para el mate, miro la mesa repleta de platos y vasos sucios, alguna que otra botella de cerveza acumulada en la mesada. Manoteo el mate, lo lleno de yerba y se fue caminando hacia la puerta mientras lo sacudía para sacarle el polvillo. En el pasillo hacia la puerta sintió los golpes secos de los pasos del otro lado, ahí en la vereda o tal vez en la puerta, golpes de alguien que anda apurado. En el pasillo los pasos se escuchan suaves, pero secos, como si simplemente golpearan la vereda. Alguien grita, alguien del otro lado intenta explicar algo que otro no entiende, de adentro todo parece comprensible. Cuando llega a la puerta, la acaricia y nada, solo siente el traspasar de los ruidos. Pega media vuelta y va por el mate.

Son las tres de la mañana y los perdí. Hará unas dos cuadras que ya no me siguen, deje atrás el ruido de los borceguís y las cadenas, deje atrás los gritos racistas de las nazis de Plaza Flores, deje atrás esos rostros que me siguen desde hace rato.

Son las tres y cuarto estoy a unas cuadras de casa. Las calles están levemente iluminadas, hay uno o dos focos por cuadra, el resto están apagados, rotos, pero con eso alcanza para iluminarlas, estas brillan por la leve llovizna que vuelve todo un poco más oscuro. Mi cara también brilla, las gotas caen suaves y ahora que camino un poco mas tranquilo porque ya no me siguen, puedo disfrutar de ellas.

Son las tres y veinte, ahí están, los mismos que me corrieron hace media hora desde Plaza Flores hasta la cuadra de Manuel. Son cinco. Dos están de negro con unas camperas de guerra con el aguilita alemana, Damián uno y Ariel el otro, iban conmigo a la escuela pero después se cambiaron, mejor así. Los otros tres los tengo de vista, están de jean y con unas camperas negras con una esvástica en el hombro. Yo los miro aprovechando que no me pueden ver, sino tendría que salir corriendo. Dos fuman, cuatro toman cerveza y uno juega a patear unas piedritas, uno juega a pegar con la cadena al paraíso de la esquina. Yo, yo los miro.

Juan se sentó en la puerta del lado de adentro, apoyo la espalda contra la chapa fría y húmeda, aun la llovizna no se había ido. Del otro lado escucho los pasos y cerro los ojos, apoyo su cabeza sobre sus rodillas y empezó a llorar, solo, donde los pasos no se escuchan, donde no hay nadie para verlo.

Jeremias Maggi.

No hay comentarios:

Publicar un comentario