Sombras imaginarias
Nicanor Parra
Salir por la ventana, cruzar la calle, esquivar el gato, volver a entrar por otra ventana en otra casa no muy lejana, abrir una puerta, abrir otra, mear, mirar el espejo, bajar las escaleras, salir por la ventana del sótano, abrir una puerta de rejas, caminar dos cuadras, cruzar la calle, esquivar un perro muerto, una bolsa de basura, otra, volver a cruzar la calle y entrar por una puerta de rejas verdes, tocar el timbre y sentarse. Todas estas acciones las podría llevar a cabo cualquier sujeto en cualquier lugar, en cualquier momento del día, incluso bajo lluvia o un sol cancerígeno, o también bajo la nieve o una espesa niebla. Pero solo para Santiago Hidalgo tenían esa sensación especial de sentirse plenamente en vida. Esa sensación que sintió Walser en el hospicio de Herisau o el chileno, vecino de mi editor, trabajando como recolector de basura en Santiago de Chile. Santiago Hidalgo, que paradójicamente llevaba el apellido de José Alberto Hidalgo mítico poeta de
Las tres salieron de la casa de Tamara con la misma sensación, sorpresa. Nadie había comprendido muy bien pero evidentemente había sucedido, Tamara había perdido la virginidad la noche anterior con Pancho, ella aseguraba estar completamente enamorada, aunque ellas decían que estaba completamente estupidizada, Pancho no era ni lindo, ni bueno, era un engreído de morondanga y encima un estúpido eficaz ¿Cómo había sucedido semejante caos en sus vidas? No lo sabían, lo que si sabían es que todas habían jurado bajo la cruz de la capilla de Comodoro Rivadavia que iban a llegar vírgenes al casamiento. Caminaron las tres cuadras que las separan con
Santiago Hidalgo vivía en William Morris, pero bien podría haber vivido en Planicie Banderitas de Rodrigo Fresan, o también en Esteban Echeverría, o simplemente cualquier pueblo ubicado en el conurbano bonaerense olvidado a su suerte, como Villa Celina de Juan Icardona. No es que se sentía preocupado por su ciudad, simplemente el tema estaba en que su caminar no era el del resto de William Morris, era un caminar como vagar, en fin parecía un caminar a lo Walser o un andar frenético de los personajes de Fresan, es que Santiago Hidalgo vivía sus calles de otra manera, con demasiada importancia. Como si ellas fuesen parte extravagante en su existencia. Santiago casi no pisaba las baldosas, ni mucho menos ejercía presión contra ellas, simplemente se arrastraba como una yarará en medio de la maleza de las Islas del Paraná. Hacía rato que no sentía deseos por las otras chicas, ni mucho menos por otros chicos, es que la trágica relación con Sofía lo había llevado hasta sus limites. Cerca de las vías el tren los árboles crecían como moscas y tal vez ahuyentaban a las mismas. Su pasatiempo preferido, consistía en sentarse y fumar mientras miraba pasar los trenes. Mirar, prender un cigarrillo, caminar por las vías calientes una vez que el tren paso, sentarse en los rieles, caminar, cruzar las vías, la barrera, las chicas, esquivar un perro, otro perro, otro perro, un gato, mirar el cielo y mirar como las chicas caminan hacia
Gabriela volvía a casa totalmente indignada, sus piernas le temblaban de la rabia. Paró en la despensa de la esquina recordando de pura casualidad el mandado que debía hacerle a su madre. Entrar, comprar, pagar, salir. Nuevamente en la calle, el sol ya no quemaba y caía suavemente sobre los techos de zinc, durante un rato se quedó mirando como las nubes se reflejaban en un charco enorme que yacía en medio de la calle. Moverse, tambalearse, pendular, pasar, volver a reflejarse, pendular en el agua sucia, reflejarse e irse sin dejar ningún rastro del paso por el mismo. Pensó que afortunada que eran las nubes al estar tan cerca de Dios, de
Santiago Hidalgo salio esa tarde tipo cuatro de su casa. Las calles todavía adormitaban junto a la modorra general de la siesta. El sol caía suave sobre las hojas y aunque por momentos parecía ocultarse entre las casas se sentía demasiado espeso. Caminar, cruzar la calle, caminar nuevamente. Santiago tomó rumbo a las vías del tren, debajo de aquel sauce. Comprar cigarrillos, decir que son para tu madre que fuma Jockey pero vos compras Lucky por que son mas suaves y tienen mejor gusto, caminar, cruzar la calle, mirar los perros arrostizandose al sol, esquivar una bolsa de basura que quedó de la noche anterior, y volver a cruzar la calle, subir la vereda, pararse a mirar el cordón y el agua correr. Se sentó debajo del sauce, prendió un cigarrillo y vio el paso del tren de las cuatro y diecisiete. El maquinista lo miró y por un momento sus miradas se cruzaron. La del maquinista dejaba escapar un dejo de tristeza y envidia, en cambio la de él, simplemente un halo de misterio. El maquinista seguro que se preguntaba quien era el extraño personaje, que se sentaba debajo del sauce a la altura de William Morris y que solo miraba el tren mientras fumaba un cigarrillo. Solo miraba el paso furtivo de la formación, el viento rozar la locomotora, la gente en silencio cansada del día, el bullicio de los rieles y el quejido de las ruedas ya viejas. Santiago en cambio pensaba en lo que extraño que era ser un maquinista de un tren fantasma, que se detenía cada tanto en pueblos fantasmas, donde fantasmas se subían y se bajaban, como si estuviesen jugando como con miedo a desafiar muy pronto las lógicas de la racionalidad. Santiago sentado en cuclillas fumaba el cigarrillo esperando que el tren deje de pasar, desaparezca con rumbo noroeste, incierto, tal vez.
Tamara Díaz se levantó a las cinco. Rezar, vestirse, mirarse en el espejo, lavarse los dientes, bajar, saludar, cocinar, hacerse un café con leche, subir, vestirse, volver a bajar, abrir la puerta de calle, abrir las rejas pintadas con antioxido, caminar por la vereda hasta la esquina, cruzar la calle, volver a subir a la vereda, esquivar el charco de agua que esta en la puerta de la casa de Matías, caminar, cruzar la calle, llegar a las vías, mirar un tren, dos, tres, cuatro, cinco trenes y van, se va la mañana, comer algo en la despensa de al lado de la estación, volver a las vías. “¿Que carajo mira el tarado del sauce?”, pensó Tamara mientras apoyaba la cabeza sobre los rieles del tren.
Jeremias Maggi
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