6 ago 2009

Estación Santiago Hidalgo


Sombras imaginarias

Nicanor Parra



Salir por la ventana, cruzar la calle, esquivar el gato, volver a entrar por otra ventana en otra casa no muy lejana, abrir una puerta, abrir otra, mear, mirar el espejo, bajar las escaleras, salir por la ventana del sótano, abrir una puerta de rejas, caminar dos cuadras, cruzar la calle, esquivar un perro muerto, una bolsa de basura, otra, volver a cruzar la calle y entrar por una puerta de rejas verdes, tocar el timbre y sentarse. Todas estas acciones las podría llevar a cabo cualquier sujeto en cualquier lugar, en cualquier momento del día, incluso bajo lluvia o un sol cancerígeno, o también bajo la nieve o una espesa niebla. Pero solo para Santiago Hidalgo tenían esa sensación especial de sentirse plenamente en vida. Esa sensación que sintió Walser en el hospicio de Herisau o el chileno, vecino de mi editor, trabajando como recolector de basura en Santiago de Chile. Santiago Hidalgo, que paradójicamente llevaba el apellido de José Alberto Hidalgo mítico poeta de la Patagonia, no tenía ninguna relación con la poesía y mucho menos con la literatura, la última vez que había leído un libro había sido cuando tenía trece años y su tía le había regalado uno de esos libros de Elije tu propia aventura, que intentaban burdamente emular a Rayuela de Julio Cortazar. Santiago estaba esa tarde sentado en una casa media derruida cerca de la estación de William Morris, abajo del sauce que estaba anclado en la puerta esperaba a Sebastián. Como no venia se entretuvo jugando con unas piedritas, recordaba vagamente como se jugaba a la Payana pero había optado por inventar un nuevo juego, las reglas eran simples. Para jugarlo eran necesarias cinco piedras y un poco de voluntad, el juego consistía en tirar las piedras a una distancia prudencialmente alejada, teniendo en cuenta que después había que pegarle con la otra piedra a esa, y así sucesivamente siempre la piedra tirada tenía que dar con la anterior a ella. Obviamente el juego resultó divertido los primeros dos minutos, después un fiasco que lo aburrió notablemente, por eso decidió irse de una corrida al quiosco a comprar unos cigarros y unos caramelos, Sebastián seguro que se estaba pajeando mirando una de esa revistas pornos que le había traído el tío de Brasil hacia poco. De nuevo cruzar la calle, sonreír, mirar las piernas de Mariana, la morocha que vuelve loco al barrio, abrir la puerta del quiosco, pedir cigarrillos para la madre, pagar, saludar, pisar la vereda, cruzar la calle, esquivar un perro sediento en busca de agua, y sentarse abajo del sauce, mirar las piedritas con las que estaba jugando y de nuevo esperar a Sebastián.


Las tres salieron de la casa de Tamara con la misma sensación, sorpresa. Nadie había comprendido muy bien pero evidentemente había sucedido, Tamara había perdido la virginidad la noche anterior con Pancho, ella aseguraba estar completamente enamorada, aunque ellas decían que estaba completamente estupidizada, Pancho no era ni lindo, ni bueno, era un engreído de morondanga y encima un estúpido eficaz ¿Cómo había sucedido semejante caos en sus vidas? No lo sabían, lo que si sabían es que todas habían jurado bajo la cruz de la capilla de Comodoro Rivadavia que iban a llegar vírgenes al casamiento. Caminaron las tres cuadras que las separan con la Iglesia sin mirarse y sin siquiera hablarse, se sentían abatidas por una traición demasiado verdadera, asqueadas por la historia asquerosa que les había contado Tamara, frustradas en su camino a Dios. Entraron en la Iglesia, no había nadie, ni siquiera una sombra del gato de Carlos, el cura, o al menos el ruido de los pasos de Julián, el sacristán. Las tres se arrodillaron debajo de la cruz y rezaron. Una vez que terminaron se miraron y volvieron a jurarse que ninguna mas traicionaría el pacto de Comodoro Rivadavia. Salieron y cada cual se fue para su casa. Mientras caminaba, Sofía reflexionó sobre la situación que había vivido esa tarde. “Cruzar la calle, detenerse frente a un árbol, mirar el cielo que Dios creó, mirar el aire que Dios creó, mirar las nubes antojadizas que Dios creó, mirar las maravillas que Dios creó y pensar que ella traicionó el pacto con Él, no era un pacto entre nosotros solas, sino, entre nosotras y Él, el omnipresente y omnipotente, Él que nos engendro, habíamos jurado bajo esa cruz maciza de cedro de la Iglesia de Comodoro Rivadavia, en el primer retiro al que fuimos todas juntas. Recuerdo todavía cuando nos sentamos abajo del Álamo a tomar mate y optamos por Él, nos juramos por nuestra vida que ese era el camino correcto, el camino verdadero. “


Santiago Hidalgo vivía en William Morris, pero bien podría haber vivido en Planicie Banderitas de Rodrigo Fresan, o también en Esteban Echeverría, o simplemente cualquier pueblo ubicado en el conurbano bonaerense olvidado a su suerte, como Villa Celina de Juan Icardona. No es que se sentía preocupado por su ciudad, simplemente el tema estaba en que su caminar no era el del resto de William Morris, era un caminar como vagar, en fin parecía un caminar a lo Walser o un andar frenético de los personajes de Fresan, es que Santiago Hidalgo vivía sus calles de otra manera, con demasiada importancia. Como si ellas fuesen parte extravagante en su existencia. Santiago casi no pisaba las baldosas, ni mucho menos ejercía presión contra ellas, simplemente se arrastraba como una yarará en medio de la maleza de las Islas del Paraná. Hacía rato que no sentía deseos por las otras chicas, ni mucho menos por otros chicos, es que la trágica relación con Sofía lo había llevado hasta sus limites. Cerca de las vías el tren los árboles crecían como moscas y tal vez ahuyentaban a las mismas. Su pasatiempo preferido, consistía en sentarse y fumar mientras miraba pasar los trenes. Mirar, prender un cigarrillo, caminar por las vías calientes una vez que el tren paso, sentarse en los rieles, caminar, cruzar las vías, la barrera, las chicas, esquivar un perro, otro perro, otro perro, un gato, mirar el cielo y mirar como las chicas caminan hacia la Iglesia o a cualquier otra parte, pensar y sentarse nuevamente a fumar un cigarrillo debajo del sauce al frente de las vías para ver pasar los trenes. Todas estas acciones tranquilamente las podría haber llevado Damián o Santiago, pero solo para Santiago resultaban de cabal importancia para comprender la cadencia en el paso lúgubre de los trenes, los mismos que habían asesinado a Sofía. Santiago era el que tenía la mejor puntería del barrio, solía matar las moscas con solo mirarlas, casi como mi amigo Rolando que mata palomas con solo mirarlas. De chico su puntería era maravillosa, ya de grande fue disminuyendo sin por ello dejar de dar en el blanco que quisiera. Con las chicas el tema fue diferente, extraño y tímido, nunca pudo enfrentar las cosas que sentía y solo salio un tiempo con Sofía, quien murió aplastado en las vías del tren al enterarse de que estaba embarazada. Nunca se supo si fue un suicidio o un simple accidente. Para Santiago Hidalgo fue un asesinato premeditado por una locomotora sedienta de sangre.


Gabriela volvía a casa totalmente indignada, sus piernas le temblaban de la rabia. Paró en la despensa de la esquina recordando de pura casualidad el mandado que debía hacerle a su madre. Entrar, comprar, pagar, salir. Nuevamente en la calle, el sol ya no quemaba y caía suavemente sobre los techos de zinc, durante un rato se quedó mirando como las nubes se reflejaban en un charco enorme que yacía en medio de la calle. Moverse, tambalearse, pendular, pasar, volver a reflejarse, pendular en el agua sucia, reflejarse e irse sin dejar ningún rastro del paso por el mismo. Pensó que afortunada que eran las nubes al estar tan cerca de Dios, de la Virgen y el Espíritu Santo. Se imagino al lado de las nubes, o mejor posada sobre sus gomosas existencias. “Entes perfectos que Dios creó”, pensó para dentro aunque hubiese querido gritarlo, tan fuerte, que cualquiera en cualquier aposento del barrio escuchase sus gritos. Cruzar la calle, apretar los puños, querer gritar y darse cuenta que no hay voz para semejante grito, que no hay vos para semejante realidad, pensar, subir a la vereda, ver las nubes, subir la vista, bajar la vista, abrir la puerta de rejas azules, caminar por el sendero, tocar el timbre, esperar, entrar, saludar, caminar hasta la cocina y dejar el pan. Subió la escalera, miró la cruz de madera que le había regalado su tía en su comunión y pensó que Jesús estaría muy decepcionada con Tamara. “Seguramente lo debe estar, tan trola no puede ser”, se sentó en la cama, se arrodillo en el piso, apoyó sus codos sobre el acolchado que cubría su nuevo somier, y se puso a rezar, por Tamara, “Ojala que lo pierda padre… Padre nuestro…. Santificado… Padre… Cuantos dolores… escucha mis ruegos… por favor padre por favor…”


Santiago Hidalgo salio esa tarde tipo cuatro de su casa. Las calles todavía adormitaban junto a la modorra general de la siesta. El sol caía suave sobre las hojas y aunque por momentos parecía ocultarse entre las casas se sentía demasiado espeso. Caminar, cruzar la calle, caminar nuevamente. Santiago tomó rumbo a las vías del tren, debajo de aquel sauce. Comprar cigarrillos, decir que son para tu madre que fuma Jockey pero vos compras Lucky por que son mas suaves y tienen mejor gusto, caminar, cruzar la calle, mirar los perros arrostizandose al sol, esquivar una bolsa de basura que quedó de la noche anterior, y volver a cruzar la calle, subir la vereda, pararse a mirar el cordón y el agua correr. Se sentó debajo del sauce, prendió un cigarrillo y vio el paso del tren de las cuatro y diecisiete. El maquinista lo miró y por un momento sus miradas se cruzaron. La del maquinista dejaba escapar un dejo de tristeza y envidia, en cambio la de él, simplemente un halo de misterio. El maquinista seguro que se preguntaba quien era el extraño personaje, que se sentaba debajo del sauce a la altura de William Morris y que solo miraba el tren mientras fumaba un cigarrillo. Solo miraba el paso furtivo de la formación, el viento rozar la locomotora, la gente en silencio cansada del día, el bullicio de los rieles y el quejido de las ruedas ya viejas. Santiago en cambio pensaba en lo que extraño que era ser un maquinista de un tren fantasma, que se detenía cada tanto en pueblos fantasmas, donde fantasmas se subían y se bajaban, como si estuviesen jugando como con miedo a desafiar muy pronto las lógicas de la racionalidad. Santiago sentado en cuclillas fumaba el cigarrillo esperando que el tren deje de pasar, desaparezca con rumbo noroeste, incierto, tal vez.


Tamara Díaz se levantó a las cinco. Rezar, vestirse, mirarse en el espejo, lavarse los dientes, bajar, saludar, cocinar, hacerse un café con leche, subir, vestirse, volver a bajar, abrir la puerta de calle, abrir las rejas pintadas con antioxido, caminar por la vereda hasta la esquina, cruzar la calle, volver a subir a la vereda, esquivar el charco de agua que esta en la puerta de la casa de Matías, caminar, cruzar la calle, llegar a las vías, mirar un tren, dos, tres, cuatro, cinco trenes y van, se va la mañana, comer algo en la despensa de al lado de la estación, volver a las vías. “¿Que carajo mira el tarado del sauce?”, pensó Tamara mientras apoyaba la cabeza sobre los rieles del tren.


Jeremias Maggi

Buenos Aires – Agosto 2009

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