19 ago 2009

Flores en Santiago, DF y Buenos Aires



La bruma en José León Suarez no es muy diferente a la bruma de José C. Paz, pero lo que las diferencia, es el tono entre verduzco y azulado que asume la primera durante las largas horas de la noche y el inicio de la mañana. La bruma se vuelve azul y empieza a ser poseída por unos leves toques de verde, no un verde cualquiera, incluso ni siquiera un azul cualquiera. La bruma es como una condición necesaria para que José C. Paz sea lo que es. Extrañamente lo único que comparten las dos, es el nombre de José, padre de Jesús. Salir a la mañana acompañado por esa bruma que se sostiene sobre apenas veinte centímetros en José León Suarez es una de las cosas que más le gustan a Johnny Díaz, cargar el cajón con flores sobre el hombro, parar para prenderse un cigarro al tiempo en el que el sueño se apodera del cuerpo agotado del día anterior, son todas acciones repetitivas y constantes a lo largo de las mañanas que le preceden y que le siguen. Johnny camina llevando la estela de bruma en sus zapatos mientras todavía el día no despierta, y el sol todavía no sale, es que hace mucho frio y si no fuese porque Johnny tiene que alimentar diez bocas el tampoco saldría. Camina lentamente como acompañado por una trompeta jazzera. Johnny no sabe que a escasas cuadras de su casa se sucedieron los fusilamientos famosos, aquellos que narra Walsh en su ya famoso libro Operación Masacre, ni mucho menos conoce a Walsh, es que tuvo que dejar la escuela antes de la secundaria para salir a ganarse unos mangos para ayudar al padre que había perdido el trabajo de sereno en un club de San Martin. Camina hasta la estación y allí están el resto de sus compañeros de trabajo, todos pibes de entre quince y treinta años que intentan ganarse un mango vendiendo flores en los barrios de clase media y media alta de Buenos Aires. Se suben al tren sin pagar el boleto, obviamente Ricardo el boletero los conoce de toda la vida y sabe bien cuál es la situación de cada uno. El tren se mueve cansado por las vías también cansadas, todas las personas suben, nadie baja antes de Retiro. El tren parece convertido en un gran agujero negro que va absorbiendo a los pasajeros, a las pocos asientos decentes, a lo poco que todavía lo identifica tren. También funcionaria como una manojo de chapas en movimiento, todas enganchadas con alambre para sostenerlas al vaivén de las vías, al vaivén del olvido.


Retiro a las ocho de la mañana es una mezcla total de objetos y sujetos que se chocan entre sí como si solo fuesen parte de un decorado extraño, ya ni el sol se filtra, aun todavía la sombra del Sheraton se proyecta sobre parte de Retiro, aun todavía el sol no quiere escapar de las garras intrincadas de los rascacielos de las multinacionales. La gente sale apurada con la esperanza de que el edificio de trabajo haya sido demolido con todos los patrones adentro, con todos esos supervisores de mierda que lo único que quieran es gozar dando órdenes, total las esperanzas de progreso ya han sido demolidas tiempo atrás, siempre progresan los mismos y siempre fracasan los mismos. Johnny está parado en la plaza hablando con sus compañeros, algunos partirán hacia Recoleta, los otros hacia Palermo, incluso alguno, tal vez, camine hasta Caballito o Villa Crespo, o se quede rondando por el centro, tal vez, algún boludo le compre una planta solo por lastima, aunque después la tire por ahí o se la deje olvidada arriba de un banco en la Plaza San Martin. Johnny camina con “el flaco” Domínguez al lado que se divierte intentando patear las palomas mugrosas que se apiñaban cada tanto alrededor de algún cacho irreconocible de comida. Los autos producen un bullicio de fondo que solo hace un poco más difícil la charla.


Los primeros recuerdos del Cape son bastante lejos, y tal vez, se remonten a mi niñez en un barrio de clase media en las afueras de Campana. Ariel del Plata para nosotros era nuestra ciudad, allí no había nada pero si una línea divisoria imaginaria que separaba nuestra existencia de la resto de las personas de Campana. No era una línea divisoria cualquiera, sino aquellas líneas que separan inimaginablemente a los hinchas de algún club de sus contrincantes, o de los de una ciudad a otra. Si bien Ariel del Plata estaba dentro del Partido de Campana para nosotros era otro espacio en el que habitamos, uno mucho más surrealista como diverso, allí jugar al futbol o caminar los escasos veinte metros que nos separaban, a mí y mis hermanos, de la biblioteca eran parte de una existencia diferente y otra. Recuerdo el Cape en la puerta de casa, jugando al futbol, o años más tarde intentando sus primeras pruebas en skate. Después la larga desaparición y volver a cruzármelo en el patio de un jardín en el Barrio Siderca fumando porro o tomando cerveza a las tres de la tarde. Mucho tiempo después al Cape lo encontré en mi departamento que pasaba de visita, ese día nos contó de sus viajes a fiestas electrónicas perdidas en media de la selva, de los efectos del cucumelo y de la ayahuasca, ambas que había probado en los diferentes viajes a Misiones y Corrientes. Unos meses más tarde me lo encontré de nuevo en la Plaza que está entre Córdoba y Paraguay. Yo iba a cursar y el Cape estaba sentado en uno de los bancos a la sombra, cuando me vio se me vino disparado, por un momento pensé que iba a pedirme plata o en el mejor de los casos a me invitaría a tomar una cerveza. Pero no, el Cape solo quería un rato de compañía, estaba haciendo tiempo para ir a buscar a su novia no se adonde. Me contó que pensaba irse con una camioneta transformada en estudio y emular aquel mítico viaje de Violeta Parra grabando a todos los cantantes campesinos que se cruzaba. Después el Cape desapareció por Córdoba con dirección indecisa, se dio vuelta unas cuantas veces gritándome cosas que no pude escuchar. Yo esa tarde seguí hacia Tucumán para cursar otro bodrio de la facultad. Cape no es cualquier pequebu consumidor de drogas, ni siquiera cualquier vago que vive del aire, el Cape es un especie de engendro de transformaciones constantes. Recuerdo una vuelta en la terraza de mis amigos formoseños que yo les contaba del Cape y el Gorder me dijo que él lo había conocido en los primeros años en Buenos Aires a lo largo del circuito punk-under. De esos tiempos recordaba diferentes historias, desde una pelea callejera con unos pseudos nazis en Plaza Flores, hasta una discusión del todo arbitraria sobre las dimensiones del punk actual, incluso sobre las posibilidades del noise en el under capitalino. Pero siempre el under es un rejunte de ratas apestosas con topos almidonados de Plazas bohemias. Incluso, para ser justo, en el under cualquier imbécil es prometedor durante los primeros veinte minutos de charla, el resto del tiempo se transforma en una especie de vampiro con olor a perfumes baratos de vino baratos. Mi amigo Pablo me conto que hoy el Cape está viviendo en una choza en medio de los bosques del Bolsón, allí donde fueron a parar algunos pequebus que intentaron emular viejas ideas hippies tamizadas con artesanías superfluas.


A las doce del mediodía Johnny hizo la parada obligada en el Parque Las Heras. No había vendido una sola planta, además no había podido garronear ni siquiera un cigarro para entorpecer la panza durante un tiempo. Se sentó en uno de los bancos y miraba pasar las chicas lindas de Recoleta o Palermo, según como se mire el Parque o las chicas. El ladrido de los perros lo estaba aturdiendo y el olor a mierda se mezclaba con el humo de los autos transformando el ambiente en una mezcla bizarra de Retiro con la costanera de Quilmes, solo que no había agua, y ni siquiera una brisa despistada. Johnny logro manguearle un pucho a un viejo que miraba sentado, al igual que él, las chicas, o tal vez, los perros, los paseadores, la calle, el ruido, porque a este punto el ruido se ve, la gente lo puede ver cuando le taladra los oídos. Johnny se sentó al lado del viejo, este le preguntó si había vendido algo, él le respondió que no, y con una frase que se le clavo en la retina, “no viejo, acá te comen los piojos si te das vuelta”, el viejo se rio mostrando los dientes amarillos. Johnny se imagino al viejo haciéndose buches con kerosene en un baño poco reluciente de un dos ambientes con vista a la plaza, se lo imaginó pajeandose mirando por la ventana las chicas pasar, o tal vez, viendo a la vecina cambiarse o cogiendo con su novio, esposo o amante, lo mismo da. No hay muchas cosas que diferencia a Johnny de Matías “el mordaza” Ramírez, ambos viajan para vender lo poco que tienen, ambos vuelven a sus mismos hogares con lo poco que tienen, ambos conocen el sufrimiento y la mentira de la política, ambos son la factura de un pasado no tan lejano. “El mordaza” viaja en tren, desciende en DF y vende sus flores en cualquier calle, las camina al igual que Johnny esperando encontrarse a la vuelta de la esquina, con una sombra, una demasiado grande como para teñir con la sola presencia el paso final. Tal vez ambos no se conozcan, como tampoco conozcan a Damián “piltrafita” Hernández, quien toma el Transantiago con solo una hora de diferencia de Johnny y se baja para vender sus flores en la primera esquina que lo tome por sorpresa. El no vive en “las casitas del barrio alto” de las que habla Jara, el vive allí donde el Rio Mapocho descarga las mierdas atormentadas de la noche, allí donde las ratas se acumulan como lapidas inertes. No es muy diferente a la Colonia donde creció y seguramente muera “el mordaza”, incluso no es muy diferente a la villa donde comulga Johnny los domingos, para pedir a Dios que le devuelve algo de todo lo que le robo. Incluso si solo cambiásemos los nombres y los trabajos, no cambiaría nada en todo el paisaje, la clase media seguiría acumulando racismo en sus venas, las clases pobres seguirían viajando en trenes o colectivos destartalados, vendiendo cualquier cosa para subsistir, y la derecha tomando champagne en copas de cristal, mientras se masturba mirando videos porno de nenas violadas por curas pedófilos.


Sobre el Cape no hay mucho más que contar, tal vez en este momento este construyendo una canoa para remar hasta la Isla de la Pascua, incluso tal vez, este comprándole alguna flor al “mordaza” o a “piltrafita”, a Johnny seguro que no, aseguró que nunca más volvería a Buenos Aires. Los bosques del sur son la comarca para duendes o para pinos en masa de estancieros aburridos.

Jeremías Maggi – Buenos Aires – Agosto 2009

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